Edgar Fonseca, editor, www.PuroPeriodismo.com
La administración Obama, finalmente, asedia al régimen de Ortega ante la farsa electoral montada para el próximo seis de noviembre que le permitirá al comandante sandinista y a sus secuaces perpetuarse al mando de ese infeliz país, el segundo más pobre del hemisferio junto a Haití.
Pero la presión parece llegar ya muy tarde.
Muy tarde, porque ya el comandante y sus cómplices desmantelaron todo el aparato institucional y lo tienen sometido a la orden de sus intereses y de los de su partido.
“Ortega le robó la libertad a los nicaragüenses”, denunció Jeff Duncan, Republicano por Carolina del Sur, presidente del Subcomité para Asuntos Hemisféricos del Congreso de EE.UU. que atiende el caso de Nicaragua como “Colapso de la democracia”.
Así el Ejército, el Poder Judicial, el Consejo Electoral y cualquier otra institución –hasta la iglesia infiltró y envenenó– todo está copado en ese vecino país por la nueva dictadura, la nueva dinastía, esa camarilla familiar, política, militar, empresarial, sedienta de perpetuarse en el poder y en los negocios.
No en vano Ortega se moviliza por las calles de Managua en un convoy de Mercedes-Benz blindados, de $300 mil cada unidad, rodeado de matones.
Cúpula corrupta que saborea sus negociazos con la “piñata” de los $3500 millones de “cooperación petrolera” venezolana, de los últimos 10 años, sin que haya una Contraloría independiente capaz de hacerles responder de ese escandaloso asalto a fondos dizque públicos.
Camarilla que, ante la indiferencia externa, arrasó con la oposición.
“La chanchera”, como llamaban los sandinistas al congreso de diputados en tiempos del dictador Somoza, congrega hoy, como ayer, una manada de serviles del régimen.
Ante tanto desparpajo, EE.UU. no podía permanecer indiferente.
Y mete presión, finalmente, porque el régimen policiaco jugó con fuego y golpeó a sus ciudadanos.
En su desenfreno, los “guardianes de la nueva dinastía” vigilaron, reprimieron, persiguieron y expulsaron en meses recientes a académicos, científicos y misioneros estadounidenses, “sospechosos de espionaje”, en aplicación de una temida nueva Ley de Seguridad Nacional.
Tan es así que el Departamento de Estado se vio obligado a emitir una alerta restrictiva de viaje para sus ciudadanos a Managua.
Pero aunque pareciera ya muy tarde, cobra trascendencia la censura de Washington: deslegitima al régimen ante al comunidad internacional.
Convierte a Ortega y a sus secuaces en parias, en sujetos de persecución internacional por la galopante corrupción y por las gravísimas violaciones a los derechos humanos.
La presión cobra una singular relevancia dadas las graves denuncias del Subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos, Juan S. González, el más alto funcionario de la administración Obama en cuestionar al régimen quien denunció, el 15 de setiembre, que está en marcha una “pantomima de elecciones”.
Y cobra trascendencia mayúscula por la posible aplicación de la Nica Act que congela la ayuda financiera internacional a Ortega.
El eventual listado de “extraditables” de cómplices del régimen es, quizás, el flanco más ácido para Ortega y su pandilla, porque adonde vayan, adonde se escondan, adonde corran con sus fortunas, ninguno de ellos estará a salvo del largo e implacable brazo de la justicia norteamericana. Como cazó a los corruptos de la FIFA en sus hoteles imperiales en Suiza. Como ha cazado a decena de políticos y empresarios corruptos de Honduras y Guatemala en tiempos recientes.
Y, en ese listado de cómplices del régimen, EE.UU. debe anotar con tinta roja a buena parte de la opulenta cúpula empresarial, esos ricachones billonarios nicaragüenses –algunos de ellos con profundas ramificaciones en Costa Rica– que cohonestan, sin ningún rubor, este brutal asalto orteguista a las instituciones democráticas.
Muy tarde, porque
La amenaza de la aprobación de la Nica Act que aceleran congresistas y senadores