“Poco después llegó el Presidente Rodrigo Carazo a bordo de una avioneta. Unos cuantos periodistas nos abalanzamos sobre él. Simplemente nos dijo: “muchachos, por favor, cállense. No digan nada. No escriban nada. Somoza quiere invadirnos”.
Así narra el veterano editor costarricense, Lafitte Fernández, parte de sus experiencias durante la cobertura de los días finales de la dictadura de Anastasio Somoza quien huyó hace 38 años.
Lafitte Fernández Rojas, periodista
No sé quiénes éramos: si enciclopedistas del empeño humano por hacer la guerra o formábamos una banda de periodistas costarricenses, llenos de bríos creativos , que nos volvimos coleccionistas de riesgos a finales de los años setenta.
Julio de 1979. Camino sólo, bajo mi propio riesgo, hacia la puerta del búnker de Anastasio Somoza en Managua. El dictador cayó. El viejo régimen lo derrumbó sus propios errores. Somoza se fue a Paraguay y Nicaragua festeja.
No hay nadie ahí. Tal vez unos pocos guerrilleros leales a Edén Pastora que viajaron desde el Frente Sur (creado en la frontera con Costa Rica), hasta Managua, en busca de reivindicación y gloria.
Mucho tiempo había pasado junto esos guerrilleros cerca de Cárdenas, en Nicaragua, donde cada día caían toneladas de bombas. Algunas de ellas eran lanzadas desde helicópteros que volaban alto. Esas bombas dejaban al caer hoyos del tamaño de una piscina. Si caían cerca de ti y lograbas salvarte, el menos regresabas a casa con los oídos destrozados para siempre.
Por eso es que se debía seguir el consejo de los guerrilleros panameños que acompañaban a los nicas, sudamericanos y costarricenses: siempre gritaban cuando se escucharan los helicópteros se debía correr como si “fildearas” una bola en una cancha de béisbol: mirando hacia el cielo para alejarse y evitar la caída de las bombas de al menos una tonelada de explosivos.
No recuerdo cómo llegué a ese búnker presidencial. Algún guerrillero me llevó para que observara lo que quedó ahí. En ese sitio estaba la oficina principal de Somoza, desde ahí gobernaba y controlaba la deshumanizada guerra contra sus enemigos.
El lugar estaba rodeado por un altísimo y poderoso muro de cemento. Está situado cerca del lago de Tiscapa en Managua. Tampoco sé por qué pero me tocó entrar en ese búnker con los primeros guerrilleros sandinistas que tomaron aquello con miedo, enormes cuidados y como si fuese el mejor trofeo de guerra que podían conseguir.
El búnker poseía una bien cuidada área verde donde los somocistas cavaron varias trincheras que dejaron abandonadas con mucha prisa. Simplemente botaron todo cuando Somoza huyó hacia Paraguay.
Camino por el lugar, miro radios y equipos de comunicación militares, ametralladoras y pistolas tiradas en el suelo, cajas de balas sin usar, uniformes lanzados en cualquier sitio. Los soldados se quitaron las ropas, se enfundaron en pantalones y camisas civiles y huyeron de ahí.
A los cinco o seis guerrilleros que me acompañan, les pido autorización para entrar a la estructura de hierro y cemento donde se guarecía Somoza. Me dicen que camine con cuidado. Que no saben que hay adentro. Tampoco si todavía queda gente ahí.
Comienzo a entrar en ese búnker donde operaba el más inmenso poder que se acumuló en Nicaragua en esa época. Lo primero que me encuentro es una bodega con docenas de ametralladoras todavía colocadas en sus cajas originales. Están colocadas en estantes cuidadosamente construidos. Abro una caja, son AK 47. Paradójicamente son ametralladoras de fabricación rusa.
La bodega del búnker de Somoza está lleno de alambicados y siniestros pasillos. Cuesta trabajo mirar, no hay luz eléctrica. Uso mi encendedor de cigarrillos para guiarme con su luz. Hay otras bodegas: unas llenas de uniformes, de municiones, de escopetas y pistolas. También hay granadas y explosivos. Apago el encendedor. No quiero que aquel polvorín estalle. El lugar está en tinieblas.
Pero, en un sitio encuentro linternas militares cargadas. Tomo dos o tres de ellas y sigo los desordenados pasillos que están llenos de papeles tirados en el suelo. La prisa por huir de los somocistas era evidente.
También descubro poderosas plantas de comunicación y equipos de electrificación. Los muros son inviolables. Pienso que ni una bomba lanzada desde un avión hará mella en aquello.
Confieso que estoy fascinado. Parezco un niño descubriendo tesoros hasta que, finalmente, llego a la oficina y al largo y grueso escritorio de Anastasio Somoza. Hay una mesa con muchos teléfonos. Unos militares. Otros no. Hay un teléfono rojo, famoso color entre gobernantes de esa época. Con esos teléfonos se comunicaban con sus ministros y principales servidores.
Sobre el escritorio hay cientos de papeles dejados en desorden. Era evidente que alguien revolcó todo aquello para llevarse los papeles más comprometedores del dictador. Encuentro agendas telefónicas. La más pequeña la echo dentro de un bolsillo de mi pantalón. De todas maneras, los guerrilleros me dijeron que podía tomar todo lo que quisiera de ahí: la vieja oficina de Anastasio Somoza.
La oficina no es lujosa. Es grande y cómoda. En otra puerta hay archivos saqueados, quizás por los mismos colaboradores de Somoza. En la huida se debían ocultar pruebas o archivos confidenciales. Eso pienso.
Por todo lado hay uniformes militares abandonados con tanta prisa que parecen trapeadores de pisos. Preferí no entrar a las oficinas de los colaboradores de Somoza. Lo que quería era ver el despacho que destiló, por mucho tiempo, poder.
Cuanto papel leí, muchos de ellos firmados por Anastasio Somoza, eran, principalmente, órdenes administrativas de poco interés para un periodista. Supuse que los archivos del horror, todo aquello que me hiciera descender a los infiernos, los habían quemado en una enorme hoguera que todavía humeaba en uno de los patios traseros del búnker de Somoza.
Cuando salí de ahí, y al ver tantas armas nuevas juntas, recordé a un amigo costarricense, Francisco González, un fotógrafo de La Nación, compañero de muchas luchas periodísticas (creo que ya falleció) y pedí autorización para llevarme una escopeta hasta el jeep diesel en el que viajaba.
“Chico González” era un apasionado cazador. Siempre me decía que si me encontraba una escopeta “barata” en Nicaragua se la comprara. Una vez en San José se le entregué: “Te salió gratis y está nueva”, le dije. Supongo que la disfrutó en sus cacerías de animales en las montañas del país.
Mil novecientos setenta y nueve. Yo era parte de una tribu de periodistas costarricenses que caminábamos al lado de los guerrilleros sandinistas en busca de escribir o informar sobre historias de la guerra de Nicaragua. Yo trabajaba en Canal 13 al lado de amigos que jamás olvidé.
No sé cuántos éramos. Tal vez veinte. Quizá más. Recuerdo a algunos de ellos: Bosco Valverde, mi hermano Guillermo Fernández, Edgar Fonseca, Lorena Chavarría, Fernando Fernández, Nelson Murillo, Roberto Cruz, Vilma Ibarra y no sé cuántos periodistas más. Olvido sus nombres. La memoria se ha vuelto flaca. A eso había que agregar un puñado de corresponsales extranjeros, muchos de ellos radicados en el país.
En la selva, nos cuidábamos unos a otros. Pero cuando los sandinistas ganaron la guerra y Somoza huyó, junto con miles de militares, los periodistas también celebramos que toda esa locura llegara a su fin. El horror absoluto había terminado. Habíamos visto tantos muertos que me convencí que nunca vería tanta barbarie como en aquella época. Me costaba entender cómo el corazón del hombre podía esconder tanto odio y miedo a la vez. Eso sí: esa guerra de Nicaragua en la que todos los costarricenses estuvimos comprometidos nos hizo a muchos periodistas alérgicos al aburrimiento.
Silencio por patriotismo…
Se aprende que la guerra no es nunca como la presenta el cine. Es turbia. Huele mal. Pasa más rápido de lo que se cree. Se guardan secretos y hasta por patriotismo se callan cosas.
Pero también se teme. Parece que, por momentos, te despoja del aliento vital. Hay dos hechos que yo contribuí a callar durante la guerra sandinista. Debo confesarlo.
Lo primero es el hecho que de aviones cubanos bajaran armas en el aeropuerto de Liberia, como lo vimos todos. Pero todos los periodistas costarricenses nos callamos. Sentíamos que era traicionar la Patria si escribíamos aquello y exponíamos a los costarricenses a una seria amenaza que Somoza, en medio de su locura final, invadiera Costa Rica.
El único que se atrevió a denunciar aquello, durante el Gobierno de Rodrigo Carazo, fue José Loría, un gran periodista que fue jefe mío por mucho tiempo. Loría denunció lo que pasaba en el aeropuerto. Carazo lo reprendió. Creo que hasta le aplicó leyes militares en un país sin ejército.
Pocos días después de la denuncia de Loría, amanecí en el pueblo fronterizo de La Cruz (donde siempre arrancaban nuestras aventuras bélicas), literalmente tomado por la Guardia Civil.
Recuerdo que temprano de una mañana de diciembre caminé hasta una soda para desayunar, y en la gasolinera de La Cruz, y en otros puntos de ese pueblo, se instalaron, durante la madrugada, ametralladoras “cuatro bocas” capaces de derribar aviones de guerra desde el suelo.
Aquello me alarmó. Poco después llegó el Presidente Rodrigo Carazo a bordo de una avioneta. Unos cuantos periodistas nos abalanzamos sobre él. Simplemente nos dijo: “muchachos, por favor, cállense. No digan nada. No escriban nada. Somoza quiere invadirnos. Tiene muchos hombres cerca de aquí. Ya hemos pedido ayuda. Vienen aviones de guerra enviados por Omar Torrijos, de Panamá, y Carlos Andrés Pérez de Venezuela. Tal vez con eso convenzamos a Somoza que no toque Costa Rica. Pero mientras tanto, no digan nada de lo que han visto en este pueblo. Estas enormes ametralladoras no existen para ustedes”.
Corrí alarmado a llamar telefónicamente, a mis jefes de redacción. Transmití la solicitud del Presidente Carazo que, valientemente, llegó esa mañana a menos de 20 kilómetros de la frontera con Anastasio Somoza.
Así son también las guerras, sorprendentes, hijas de la estupidez, de los corazones duros, de la ambición pero también de la palabra. Toda guerra empieza y termina con la palabra. Los años me enseñaron eso.