¡Con Ortega en el búnker de Somoza!

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“Con su pelo negro ensortijado, su tupido bigote, sus  gruesas gafas oscuras de entonces, con su traje verde oliva de manga corta, ajado, una gruesa faja verde, subametralladora en mano, y un nutrido círculo de escoltas, ya desde entonces, a su alrededor, Daniel Ortega nos guió –aún caliente la caída del dictador– por el búnker militar de Tiscapa”. Hace 38 años cayó Somoza.

Edgar Fonseca, editor PuroPeriodismo.com/ Foto Rodrigo Montenegro Araya

Aquel 18 de julio de 1979 cruzamos por Peñas Blancas a Nicaragua.

El dictador Anastasio Somoza Debayle acababa de huir.

Acababa una cruenta tiranía de 45 años y una guerra apocalíptica.

Llegamos a Rivas la tarde de ese 18 de julio, llegamos a una ciudad tensa, convulsionada; su cuartel aún humeante arrasado por la guerrilla.

Y con una escena que, aún 38 años después, sigue viva en mis retinas: a los guardias somocistas, detenidos, no los llevaban esposados sino atadas sus manos con “alambres de púas”…

Esa misma tarde continuamos hasta Masaya donde dormimos en nuestros carros, puerta contra puerta, por temor al vandalismo.

Muy de madrugada aquel 19, hace 38 años, iniciamos el camino hacia Managua donde se encontrarían todos los principales frentes guerrilleros para celebrar la caída de una de las dictaduras más sangrientas de tiempos recientes en la región. Y la llegada de la Primera Junta de Gobierno ese Reconstrucción Nacional que había salido horas antes de San José.

La tierra de nadie…

Con apenas 21 años, y sin la mínima experiencia de cobertura de conflictos militares, la guerra nicaragüense nos llamó a las puertas de una frenética atención periodística que tuvo su bautizo de fuego el 13 de octubre de 1977 cuando acompañamos al entonces ministro de Seguridad don Mario Charpentier en un recorrido de emergencia por el río Frío, Los Chiles.

Horas antes se había producido un ataque guerrillero al fronterizo cuartel de San Carlos y el ministro Charpentier y sus oficiales se apersonaron a verificar implicaciones.

Los atacantes –denunció el régimen de Somoza– habían partido de territorio costarricense.

A Los Chiles solo se llegaba entonces por avión.

Llegamos temprano aquel 13 de octubre y en unas pangas nos lanzamos a la que sería una primera gran aventura de guerra en aquella frontera.

En cuestión de minutos, y  en ausencia de coordinación con las autoridades de Nicaragua, aviones de guerra somocistas, “push and pull”, empezaron a sobrevolar amenazantes la zona en que nos movilizábamos el ministro, sus oficiales y los periodistas y empezaron a ametrallarnos.

Sin celulares a mano, el ministro, con un viejo “walkie talkie”, imploraba a San José que se comunicaran con Managua para que evitaran el ametrallamiento. De nada sirvió. La danza de la muerte nos rondó.

Terminamos clavados en las aguas del río Frío, llenos de espinas, de rasguños, de moretones y de susto. Con Jorge Valverde, entonces de Teletica, y José Meléndez, del desaparecido Excelsior, entre otros colegas, paladeamos nerviosos aquel primer aviso.

¡Nos salvamos de milagro!

A partir de entonces la frontera de Los Chiles a Pocosol, a Tablillas, a Medio Queso, a Boca Tapada, a Tiricias a Peñas Blancas, a La Cruz, a Santa Cecilia, Conventillos o Sapoá se convirtió en un ir y venir de sucesos, algunos de ellos con lamentables consecuencias.

Era usual que por El Jobo y Conventillos cubriésemos la evacuación de guerrilleros heridos, semiamputados o agonizantes.

Era el llamado Frente Sur, empotrado en una “tierra de nadie”, en que quedó convertida  la frontera tica entre La Cruz y Peñas Blancas, durante la operación militar que comandó el controversial Edén Pastora.

Con la venia de las autoridades ticas de entonces, Pastora operó  en ese frente a sus anchas como parte de las denominadas fuerzas “terceristas”, demócratas, del sandinismo. Lo hizo en una operación secreta en la que intervinieron armas y consejeros militares desde Cuba,  recordó La Prensa de Managua, el fin de año pasado, con motivo de la muerte de Fidel Castro.

Las operaciones militares se concentraron en Peñas Blancas que se convirtió en un sitio neurálgico de disputa con el ejército somocista.

Eran constantes las incursiones  aéreas somocistas o los ataques sandinistas con morteros desde la zona  colindante a las viejas instalaciones aduaneras hasta aquel 17 de julio.

La madrugada del 17, tras la huída de Somoza, se sintió un gran alivio en la frontera. ¡Hubo júbilo!

Se suponía que cruzaríamos a Nicaragua en cuestión de horas, pero no fue así.

Nos retuvieron, para nuestra angustia, unas horas más, hasta que la guerrilla nos dio la autorización de cruzar “por nuestro propio riesgo” por Sapoá para llegar a Rivas.

Llegamos a Rivas la tarde del 18: escenas surrealistas se mantienen en nuestra memoria: la gente en tensión y zozobra lanzada a las calles; el cuartel arrasado; casas humeantes; soldados somocistas con sus manos atadas con alambres de púas, caminando por aquellas calles con su mirada perdida, y con sus vidas en un hilo, ante el revanchismo rampante.

Por razones de seguridad seguimos hacia Masaya donde dormimos. La recomendación que se nos dio fue encerrarnos en nuestros propios vehículos ante el riesgo de actos vandálicos. Prevalecían focos delincuenciales dispersos en medio del caos final de la guerra, la huída de los somocistas y la toma de puestos militares por los sandinistas. “El nuevo orden” empezaba a tomar el poder.

Compartimos aquel forzado “hospedaje” al aire libre con nuestro colega Lafitte Fernández, entonces avezado reportero de canal 13.

En Managua nuestros compañeros Guillermo Fernández y Bosco Valverde, con los fotógrafos Juan José Aguilar y Rodrigo Montenegro, cubrían las peripecias de las vísperas del arribo de las columnas guerrilleras previsto para aquel 19 de julio.

Guillermo continuó hacia el norte, hasta Estelí, a rastrear en los confines y dominios de Augusto César Sandino, el caudillo histórico de aquella revolución.

Con Bosco, un maestro de la crónica de urgencias, compartí por las ardientes, desordenadas y caóticas calles de Managua. Pero, ¡ojo al Cristo!

Aquella era una ciudad  “sin Dios, ni ley, ni orden”. Reinaba la ley del más fuerte. Las calles, las  barriadas, las alamedas, las patrullaban jóvenes, y hasta niños, armados hasta los dientes, que a esas horas andaban de “cacería”, muy preocupados rastrillando a somocistas fugitivos, a los “orejas”, a los “esbirros” de la dictadura. Odio y barbarie a la vuelta de la esquina.

Daniel nos llevó al búnker

Aquel histórico 19 julio, la explanada de la derruida catedral acogió la llegada de las exhaustas tropas  guerrilleras.

Fue un evento apoteósico. Miles de guerrilleros, fusiles y disparos al aire celebrando. Ulular infernal de sirenas.

La gente feliz, llorosa, emocionada, alborozada. Ilusionada. Esperanzada.

Fue un día de reencuentro tras la cruenta guerra. Padres, madres, hijos, hermanos, amigos, desconocidos, fundidos en abrazos, en euforia o drama por la ausencia definitiva.

Por acá comandantes, barbudos, unos, andrajosos, muchos, con sus fusiles empuñados.

Por allá miembros civiles de la nueva junta de gobierno, la “cara soft” del nuevo régimen,  como el banquero Alfonso Robelo Callejas, pañuelo al cuello, y el escritor, Sergio Ramírez Mercado, que habían partido de San José horas antes, y trataban de hacerse notar.

Aún caliente la caída del dictador, recorrimos  el “búnker” militar de la loma de Tiscapa desde donde Somoza dirigió la guerra hasta el último instante.

Nos guió el propio Daniel Ortega, con su pelo negro ensortijado, su tupido bigote, sus  gruesas gafas oscuras de entonces, con su traje verde oliva de manga corta, ajado, una gruesa faja verde, subametralladora en mano, y un nutrido círculo de escoltas, ya desde entonces, a su alrededor. (Hoy su anillo de seguridad es de por lo menos 50 escoltas –les llaman los “camisas azules”– y se moviliza en una camioneta Mercedes Benz blindada a un costo de $300 mil.)

En el “búnker” todo estaba en el suelo. Solo colgaban de las paredes –como testigos mudos– el escudo y un mapa de Nicaragua. El gran escritorio de madero del dictador desordenado, lleno de papeles, dos teléfonos abandonados. Su viejo sillón de cuero. Los archivos desparramados, saqueados. El propio Ortega y otros sandinistas relataban los periodos de detención de sus camaradas en aquel siniestro complejo.

Tiscapa es una fortaleza inexpugnable que ayer, y aún hoy, bajo el presente régimen, ha sido usado para aislar y torturar a opositores políticos.

Muy cerca las instalaciones de la tenebrosa Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería, EEBI, unidad militar formadora de tropas élite, diestras en arrasar guerrillas y poblados.

Por aquí y por allá la ciudad nos mostraba los embates de una guerra devastadora.

La estatua del dictador tirada y arrastrada por las turbas en media calle.

Asistíamos perplejos, aquel 19, al destino de los tiranos.

La escena la recordaríamos luego con la caída de Sadam Hussein en Irak.

…Aquel histórico 19 de julio, Pastora llegó tarde a la repartición del poder.

Edén Pastora, reducido en sus pretensiones políticas a un irrelevante viceministerio de Defensa, llegó tarde, aquel 19, a la repartición de poder. El mando era de los nueve comandantes de la Dirección Nacional del Frente Sandinista de señalada tendencia  autoritaria, con Daniel a la cabeza.

Humberto Ortega, su hermano, como poderoso  nuevo jefe del ejército, se convertiría, por los próximos 10 años, en el “señor de la guerra” frente a los “contras”,  financiados por EE.UU.

Pastora vio así su suerte sellada y relegada por los Ortega. Los enfrentaría al poco tiempo en la guerra “contra” desde el río San Juan. Pero volvería a sus dominios…

Así despegaba aquella “revolución” hace 38 años, enrarecida, desde su parto, por su tufo autoritario que muy pronto, se olió y se sintió como pesada lápida y traición en esta Costa Rica que tanto la apoyó…

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