“Era la hora del baño después de una tarde de arrancar hierbas malas alrededor de unas diminutas plantas de lechuga. El albergue del preuniversitario era un ir y venir de adolescentes con toallas colgadas al hombro y un trozo de jabón en la mano. El grito llegó desde una litera cercana a mi cama: “Tengo caramelos rusos y son los últimos”, narra Yoani Sánchez, editora del sitio independiente 14ymedio.com de La Habana.
“Corría el año 1991 y la Unión Soviética entraba en su recta final. En solo unos meses el gran imperio se había desmoronado sin que su archienemigo estadounidense disparara un solo tiro. En Cuba, los técnicos rusos partían a raudales y los edificios que alguna vez ocuparon en la barriada de Alamar se fueron quedando vacíos. Lo peor estaba por llegar”, agrega.