Edgar Fonseca, editor
Los dirigentes sindicales han pasado cuatro años de maridaje con el primer gobierno PAC. Un gobierno cuyo primer gran “acto político” fue ponerse a sus órdenes.
Un gobierno que les llenó a reventar los cofres de sus privilegios y prebendas.
Que se sometió a su chantaje.
Que maquilló, así, una “paz social” forzada. Arrodillada a sus propósitos y objetivos.
Una “paz” que pasó por el engendro del pacto del Melico, cuando oficialistas y sindicalistas sellaron la suerte de la administración para nunca avanzar con ningún cambio estructural, que atendiese, cuando lo requería el momento, la emergencia fiscal que acecha al país.
Han sido cuatro años de sometimiento a la arbitrariedad de unos cuantos dirigentes que se creen amos y señores de voluntades y que amenazan en estas horas con una huelga nacional si la apremiante reforma fiscal da un paso clave legislativo.
Le muerden la mano, en sus horas finales, a un gobierno plegado a sus intereses.
Pero esta rabieta tiene un claro fin extorsivo con el presidente electo.
Advertirle que no le permitirán desviarse un milímetro del curso de sus imposiciones.
Ese es el ominoso signo de la amenaza de huelga nacional frente a una opinión pública hastiada de sus pluses, de sus convenciones y de sus gollerías.
Una opinión pública hastiada de sus bravuconadas, y que, como les ocurrió en octubre de 2015, con “la madre de todas las huelgas”, les dio la espalda.
El vicepresidente electo, de extracción sindical, apela a la “sensatez” de sus excamaradas para no incurrir en un movimiento que solo perjuicio ocasionaría.
Probablemente ya lo declararon traidor de causa.
Estos dirigentes no escuchan razones.
Frente a esta amenaza, la nueva administración tiene una prueba de fuego para aclararle al país el rumbo que le aguarda.