Edgar Fonseca, editor
¿Cuál derrota daño más a Liberación Nacional?
¿La del 2014 cuando Johnny Araya dejó huérfanos a los votantes y le sirvió en bandeja la presidencia a Luis Guillermo Solís, o la del 2018 en que Antonio Álvarez, ante contrincantes light, ni siquiera pudo acceder a la segunda ronda?
Ambos fracasos electorales contribuyeron, en sus circunstancias, a dejar al desnudo a un partido Liberación Nacional desarraigado de la que otrora fuera su mayor base de respaldo, la gran clase media tica.
Tras el más reciente batacazo, y a pesar del favor que le hizo el electorado con la mayor bancada opositora en el congreso, el PLN no levanta cabeza.
Su más reciente asamblea general naufragó al ni siquiera convocar un mínimo de asistentes en medio de las quejas del excandidato Álvarez por las intrigas que todavía retuercen las entrañas verdiblancas.
Reconoció cómo en el cierre de su campaña, en un recorrido por Guanacaste, debió reunirse con dos dirigencias divididas en una misma localidad.
Y le echó la culpa, en parte, de su fallido intento presidencial, al escándalo del “cementazo”, cuyas “pulgas”, dice, se le pegaron a él y al partido sin tener “vela en aquel entierro”.
Y culpó, también, al fallo de las uniones gay de la Corte IDH que hizo trepar como las espumas, en un espejismo electoral de primera vuelta, al candidato evangélico.
Dijo, además, que perdieron el favor de los sindicatos, coto histórico de poder socialdemócrata.
Liberación perdió el fervor del electorado por razones de mayor calado.
Quizá se durmió en los laureles de sus logros históricos, mientras el emergente PAC lo desafío y lo rebasó con un mensaje ético fundamentalista, que hizo de la corrupción, la moneda de curso común en su contra, y que apeló, agresivamente, a una base electoral joven, profesional, multisectorial, pluralista, de sedimento centro izquierdista, populista, que vació de “gancho” a un PLN de “ayatolas” enzarzados en una lucha fratricida; un partido avejentado.
Quizá la ajustada elección en 2006 –por apenas 18 mil sufragios– fue la mayor clarinada de alerta para el liberacionismo.
Pero nada pasó. Nada cambió.
Superaron 2010 con una elección, cuya administración es castigada como una de las de peor gestión, y se les vino encima la noche del 2014 en que, huérfanos, asistieron a su peor debacle histórica.
Con una costosísima campaña, con un equipo de primera, pero con un mensaje ayuno de atractivo para las nuevas generaciones, PLN revivió esa adversa saga en 2018. El primer boletín del TSE la noche del 4 de febrero fue un guiño miserable. Iban a ser barridos por segunda ocasión consecutiva.
¿Cuál derrota los golpeó más? ¿La de Araya? ¿La de Álvarez?
¿O haber perdido el rumbo sin que nadie, por lo visto, se preocupe, hasta ahora, de orientar una corrección a fondo?
¿Habrá milagro en PLN?
Lo dirán los acontecimientos. Pero su dirigencia deberá someterse a la mayor introspección si no desea ponerle la lápida a un partido que signó una larga etapa de nuestra historia.