Edgar Fonseca, editor/Foto Ezequiel Becerra
No deben presumir de su amistad.
No deben jactarse de ella.
Ni la deben anteponer en sus vidas, a las de los demás.
Deben evitar acercársele.
O ser muy efusivos en los encuentros.
No deben gestionarle favores de ninguna especie.
Y si aparecen vinculados a algún escándalo, polémica o controversia, deben ser los primeros en dar el paso al costado.
En dar explicaciones transparentes.
No deben esperar que nadie se las demande.
O que los amenace una investigación legislativa –politiquera–, u otra de mayor calado.
Deben ser los primeros en alejarse, en retirarse de aquella posición o situación que comprometa esa cercanía.
No vayan a ser causantes de un escarnio mayor por su presumida amistad con el gobernante.
No lo comprometan ante la opinión pública.
No lo obliguen a tomar medidas más embarazosas, penosas.
No le arriesguen su credibilidad.
Ni le zarandeen su imagen.
Mucho menos en el despunte de un mandato, cuando aún queda “luna de miel” con quienes creen que este no será igual a los demás.
“Yo defino quiénes son mis amigos, no los define nadie más”, respondió el mandatario cuando la prensa le consultó sobre la polémica gestión de un allegado de un millonario crédito cooperativo.
Está en todo su derecho en decir eso.
Lo que vería bien la opinión pública en estos albores de su administración, y en estos tiempos de escrutinio instantáneo de las acciones u omisiones de jerarcas, es que el presidente le “marque la cancha” a quienes presumen, se consideran o fanfarronean con ser sus amigos, y a quienes él define como tales.
Esa asumida cercanía en la función presidencial, pareciera, debe desaparecer.
Que no quede ninguna sensación de duda en un ambiente salpicado de suspicacia por actuares que, tan solo en la administración saliente, se anegaron en las misteriosas órdenes atribuidas al big chief.