Edgar Fonseca M., editor PuroPeriodismo.com
Me preguntan una y otra vez que significa para mí haber sido protagonista del atentado de La Penca y mi respuesta: “La Penca pudo haber despedazado mi vida pero no pudo despedazar mi pasión por este noble oficio del periodismo”.
En los turbulentos años setenta y ochenta viajaba a aquella zona limítrofe con más frecuencia de la cuenta.
El riesgo era latente.
Desde Barra del Colorado viajamos a San Juan del Norte, el último resquicio territorial nicaragüense en su frontera Caribe con Costa Rica, recién atacado por fuerzas guerrilleras.
Y regresamos solos … a pie por la playa.
Peñas Blancas fue parte de aquellas coberturas incesantes de finales del 78 y del 79 hasta la caída de la dictadura de Somoza el 19 de julio, hace ya 40 años, cuando, a medianoche, me llamó el entonces jefe de redacción de La Nación, Julio Suñol y me alertó: “Edgar cayó Somoza, ve a ver como cruzas la frontera”.
Imposible en ese momento.
Por Santa Cecilia, Conventillos, San Dimas, La Cruz, El Jobo o El Amo; por Los Chiles, Cutris, Crucitas, El Concho, Medio Queso o Tiricias, incursionábamos tras cada incidente fronterizo.
El riesgo estaba a la vuelta de la esquina.
Por eso no me sorprendió la llamada de un contacto de la guerrilla en San José, la noche de aquel 29 de mayo de 1984 cuando me dijo: “Te invitamos a una gira por La Penca, el comandante va a hablar”.
Salimos la madrugada siguiente.
Llegamos a mediodía a Ciudad Quesada; llegamos a Boca Tapada, aproximadamente, a las 2 de la tarde, y, a eso de las 3 de aquella tarde, partimos en sendos botes largos, “cayucos”, que los guerrilleros tenían a nuestra disposición.
No nos percatábamos que el enemigo viajaba junto a nosotros.
Viajamos primero por el río San Carlos hasta su confluencia con el San Juan que nos aguardaba lluvioso y caudaloso, como cualquier mayo.
Ese tramo lo hicimos, no sin cierta aprensión en nuestras mentes, tomando en cuenta que penetrábamos en una zona de hostilidad militar.
Veíamos a un lado y a otro a la expectativa de lo inesperado.
Surcábamos por zona de guerra.
Llegamos a las 5 de aquella tarde al improvisado campamento llamado La Penca, un viejo y destartalado rancho en la margen nicaragüense de aquel legendario río de historia de episodios de piratas y combates.
Desembarcamos y, de inmediato, iniciamos un recorrido de inspección por el sitio en el que supuestamente íbamos a pasar la noche rodeados de guerrilleros y al lado de su comandante.
De súbito, alguien dijo: “El comandante va a hablar”.
Fue una inesperada convocatoria a una conferencia de prensa prevista para la mañana siguiente.
Como tal nos preparamos para el intercambio que inició a eso de las 6:30 de aquella tarde.
Pastora atravesaba momentos de tensión no solo por enfrentar a Daniel Ortega, de quien es hoy su íntimo y leal, sino por rechazar la presión de EE.UU. para que se uniera a las FDN que combatían al régimen sandinista desde Honduras.
Fue un intercambio breve pero caliente, tenso.
Al igual que otros colegas, yo rodeaba con mi brazo y mi minigrabadora a aquel controversial jefe guerrillero.
De pronto, el chispazo inesperado, el fogonazo, el estallido y la tragedia en que nos sumíamos con colegas agonizando a nuestro lado, con todos nosotros heridos, lesionados y aturdidos en un ambiente de caos.
Jamás imaginábamos que el enemigo estaba a nuestro lado. Que el responsable de aquella atroz acción había viajado desde San José y, camuflado como camarógrafo, nos había acompañado en los botes desde Boca Tapada.
Y que, en connivencia con alguien, logró que se adelantara el conversatorio con los periodistas.
Esas y muchas otras dudas siguen latentes en nuestras mentes al cabo de 35 años de impunidad de dicho caso.
Como nos revoloteaban en aquellos primeros instantes en, que tras la tragedia, nos retornaban con un aliento de impotencia en nuestros ánimos en los cayucos, primero, por un río San Juan cargado y a contracorriente. Luego por el río San Carlos y luego, casi a medianoche, en ambulancia hasta el hospital de Ciudad Quesada.
Al cabo de un año volví a La Penca.
Recorrí aquel tramo y aquel sitio de aquel infame ataque.
Y “lavé” mis fantasmas.
Lo hice para darle gracias a Dios porque me salvó la vida en aquel fatídico momento.
Lo hice en recuerdo de las víctimas.
Y lo hice para reafirmar mi compromiso vocacional con este bendito oficio.
La Penca pudo haber despedazado mi vida, pero no mi pasión por el periodismo.