La caída de Noriega hace 30 años/Un infierno en Panamá

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Edgar Fonseca, crónicas de reportero

Arribamos a Ciudad Panamá al mediodía de aquel inolvidable 24 de diciembre de 1989.

Arribamos a un infierno…

Muerte, humo, destrucción.

Soldados estadounidenses empuñando, amenazantes, sus fusiles por toda la ciudad.

Arribamos escondidos en ¡camiones de verduras!

Era lo único que el ejército norteamericano dejaba pasar.

El dictador Manuel Noriega ya había caído.

Noriega y su ejército resultaron aplastados, en horas, por una fulminante invasión de EE.UU.

“Justa Causa” la llamaron, con 27.000 tropas entre soldados, pilotos, Marines y navales, 300 aviones y barcos.

La consumaron a la 1 a.m. del 20 de diciembre bajo el mando de los generales Maxwell R. Thurman y Carl. W. Stiner.

En menos de tres horas capturaron el cuartel principal de Noriega quien huyó, momentáneamente.

Derrotado, se refugió, finalmente, en la Nunciatura Apostólica de Ciudad Panamá de donde nunca saldría libre.

Dejó Panamá un tres de enero de 1990, preso, con uniforme de general y llamándose “prisionero de guerra”.

Agentes de la DEA se lo llevaron de inmediato a Miami, donde sería enjuiciado y sentenciado a 20 años por cargos de narcotráfico.

Lo extraditaron Luego a Francia, donde pasó preso dos años, y terminó sus días en Ciudad Panamá descontando prisión.

En Panamá le quedó por cumplir 55 años de prisión por distintos hechos por los que fue juzgado, según el diario La Prensa, el principal medio de combate contra su dictadura.

Murió a las 11 p.m. del lunes 29 de mayo de 2017 en esa ciudad a los 83 años, según La Prensa. Su esposa conserva sus cenizas, añade dicho medio.

Pasamos escondidos

Arribamos a la capital panameña, aquel 24 de diciembre de 1989, tras un periplo propio de las imborrables correrías reporteriles de aquellos años.

Eduardo Ulibarri, entonces director de La Nación, no estaba muy convencido que me movilizara a Panamá, por la inseguridad reinante.

Lo convencí cuando lo llamé  “a cobrar”, por el 110, a San José, desde un viejo teléfono público del ICE, –celulares ni soñados–, desde la frontera de Paso Canoas.

Le conté que no se preocupara, que no habría problemas, que el cónsul de Costa Rica, en David, Chiriquí, nos pasaría al otro lado de la frontera.

Don Eduardo, finalmente,  me dio el “OK”.

Y así cruzamos la frontera.

Nuestro  diplomático se la jugó.

Me puso en el piso de su camioneta azul junto a nuestro fotógrafo, José Antonio Venegas.

Y nos dejó en David.

Allí cubrimos la llegada de las tropas estadounidenses, sin ninguna resistencia.

Tomaron el cuartel y el aeropuerto, sin ningún brote de insurrección o de rebelión. El ejército norieguista se había evaporado.

Desde David compartimos ride hacia Santiago de Veraguas, en el corazón de Panamá, en un viejo y glamoroso Impala alquilado, un verdadero lanchón, con Bill Gentile , legendario fotoperiodista estadounidense de la revista Newsweek, especialista en la guerra centroamericana. Un genio de la audacia y la creatividad periodística.

De Bill nos despedimos en Santiago de Veraguas, en la pura mitad del istmo panameño.

¿Y desde aquí cómo hago para llegar a una capital tomada por las tropas norteamericanas?, me pregunté por horas.

Tenían bloqueado el paso de la carretera interamericana a la altura de Río Hato.

De vez en cuando dejaban escuchar en sus cercanías explosiones de mortero, muy parecidas a las que escuchábamos en Peñas Blancas, Sapoá y Conventillos, frontera con Nicaragua, en 1978 y 1979, cuando se aproximaba la caída del dictador Somoza.

Un camionero de verduras, accedió a nuestros ruegos y nos trepó en el cajón entre los sacos.

Y así partimos, y pasamos con los dedos cruzados, orando, para que los malencarados militares no nos detectaran, detuvieran o devolvieran.

Y así llegamos aquel inolvidable 24 de diciembre a la capital panameña.

Llegamos a un infierno.

Calles desoladas.

Gentes deambulando con desasosiego, con rumbo incierto.

Tropas y tanques en cada esquina.

Destrucción y muerte por doquier.

El popular barrio de Chorrillos, donde quedaba la “Comandancia” de Noriega, arrasado, humeante.

Noriega ya era historia.

Se había escondido en la Nunciatura, dicen que vestido de cura.

Durante los próximos siete días, tropas norteamericanas apostadas frente a la Nunciatura no lo dejaron descansar ni dormir.

Colocaron y direccionaron “tumbacocos” hacia dicho sitio a  todo volumen, como parte del asedio en su contra.

De ahí no lo dejarían salir libre.

Se lo llevaron como la presa más codiciada de aquella monumental invasión.

Y los panameños, a pesar del trepidante zarpazo a su orgullo y a su soberanía, respiraban aliviados.

Se acababa la dictadura.

Cubrimos durante una semana, en solitario, las peripecias en una capital, en una nación tomada, ocupada, militarmente por un ejército extranjero.

La última gran invasión en el hemisferio acabó en 12 días.

El fotógrafo Venegas, un talentoso reportero gráfico, montó su “cuarto oscuro” para revelar imágenes en un baño del viejo hotel Roma, cerca de la embajada de Cuba.

Cada vez que podía, iba al aeropuerto Tocumen desde el cual salían aviones españoles de asistencia que nos traían los envíos a San José.

Sin Internet, el mundo era otro.

Regresamos a San José un 31 de diciembre, por una frontera de Paso Canoas, sin Dios ni ley.

Cruzamos, como salimos, ilegales.

Ver: La muerte del dictador Manuel Noriega, diario La Prensa, Ciudad Panamá