Carlos Dada, El Faro, San Salvador
Las fotos poseen una estética morbosa. Filas interminables de pandilleros como si remaran coordinados o ensayaran una coreografía sincronizada. Una masa que elimina toda individualidad y privilegia las geometrías del conjunto; un organismo de hombres iguales, fabricados en serie, rapados, desnudos salvo por una calzoneta blanca, llenos de tatuajes, sentados con las piernas abiertas para tocar con el pecho al de enfrente, con las manos esposadas atrás, en contacto inevitable con la entrepierna y los testículos del reo a sus espaldas, que a su vez tiene las manos esposadas atrás, las piernas abiertas y la cabeza recostada sobre la espalda del reo de adelante. Pegados uno al otro al otro al otro, hasta el infinito visual. Tan pegados que, si en uno de los extremos alguien conectara electricidad, esta correría en cadena hasta el otro extremo. O un virus.
Sin una cámara allí, la escena no tendría ningún sentido. Los reos fueron sacados de sus celdas, colocados en el patio hasta lograr el ensamble ideal para los fotógrafos del gobierno salvadoreño. El retrato planificado de un conjunto de criminales, como un monstruo de mil cabezas sometido por la mano dura del Estado. Mano dura. Una vez más.