Edgar Fonseca, editor
Nunca antes un discurso político había causado tanta división en el país.
Tanto rencor.
Tanto enfrentamiento.
Tanto ánimo de venganza.
Fue un discurso implacable.
Intolerante.
Justiciero.
Partió al país en dos.
En buenos y malos.
En corruptos e incorruptos.
En éticos y antiéticos.
En sanos y … en leprosos políticos.
Fue un discurso mesiánico.
Soberbio.
Un discurso que rompió a un bipartidismo desgastado que, a lo “PRI”, se creía amo y señor de los destinos del país.
Un discurso que, sin embargo, fue sentenciado una y otra vez en las urnas, y en las decisiones cruciales nacionales de las últimas dos décadas.
Hasta que le llegó la hora de asumir aquel ansiado poder.
Poder que el ungido prometía convertir en un paraíso de moralidad en la función pública.
La realidad hizo trizas aquella cruzada.
Golpe tras golpe, escándalo tras escándalo, allanamiento tras allanamiento, juicios y condenas, aquel discurso se volvió un bumerán.
Hasta estas horas en que, por el botín temporal de una representación burocrática global, aquel discurso se devuelve implacable, vengativo, justiciero… como el bumerán.