Edgar Fonseca, editor
Es un discurso engañoso.
Altisonante.
Confrontativo.
Descalificador.
Deslegitimador de instituciones.
Depredador de libertades.
Autoritario, al cabo.
Un discurso endulsado al paladar de la indignación popular por la corrosiva ineficiencia estatal.
Que, repetido hasta la saciedad, se convierte en santa verdad, ante la que se inclinan muchos incautos y otros, no tanto.
Que promete el paraíso, cuando de todos es conocido que las crisis sociales ni nacen de un día para otro, ni se resuelven en un santiamén.
Lo escuchamos a cántaros en la primera vuelta presidencial y alistemos nuestros sentidos para ser empapados con sus artilugios, con sus “encantos”, las próximas semanas.
Es el discurso politiquero populista que reverbera en coyunturas electoreras.
Con cabezas de playa urbi et orbi.
Un discurso, una conducta, un modo de asalto al poder a costa de la ira pública con el statu quo.
La reciente historia y la no tan reciente está cargada de nefastos capítulos.
De desmembramientos sociales irreversibles.
La legendaria democracia estadounidense aun convulsiona tras los traumas de un primer round trumpista.
El asalto de las turbas el 6 de enero de 2021 al Capitolio, azuzadas por su “führer“, es uno de los más oscuros episodios en su historia republicana.
Uno de los más siniestros momentos de ataque a la institucionalidad norteamericana, hoy bajo la lupa de sus tribunales.
¡Bendita independencia de poderes!
Esta preciada democracia tica, tan traída a menos, la más longeva de Latinoamérica, una de las dos únicas “democracias plenas” de la región, según el Democracy Index de The Economist, no escapa a ese entorno incierto del populismo. A su embestida.
Sus atuendos, sus empaques, sus anzuelos y sus cantos de sirena, el país los ha tenido muy de cerca.
Pero, sabiamente, no ha caído en la trampa.
¿Estaremos a salvo?