Edgar Fonseca, editor
Ante la brutal represión de la dictadura Ortega-Murillo contra la iglesia Católica de Nicaragua, la reacción del papa Francisco ha sido de un dilatado silencio.
Y, en medio de crecientes críticas, al agudizarse la persecución de obispos, sacerdotes y laicos, con el abrupto secuestro de monseñor Rolando Álvarez, titular de la diócesis de Matagalpa, la madrugada del jueves 18 de agosto, la primera manifestación del Sumo Pontífice fue floja. De mucha liviandad.
Ante la arremetida de la dictadura contra cualquier resquicio disidente, opositor, concentrado su ataque en la resistencia y la amenaza que les podía significar monseñor Álvarez desde las comunidades al norte del país, la insípida reacción papal, deja al clero y a la feligresía nicaragüense a la intemperie. Causa desazón.
Porque no se está ante cualquier etapa en la vida de dicha nación.
En su deriva autoritaria, totalitaria, Ortega no ha tenido empacho en imponerse a sangre y fuego.
Lo hizo en abril 2018 cuando aplastó una rebelión cívica que evidenció lo vulnerable de su régimen
Con al menos 300 muertes, centenares de presos políticos y millares de emigrados, Nicaragua vive desde entonces bajo una despiadada noche represiva.
Atrincherada en patrones cubanos y chavistas, la dictadura ha entronizado, con la complicidad del ejército, de la policía, de la fiscalía y de jueces serviles, las barridas, las capturas, las desapariciones de cualquier sospechoso de oposición.
Y en los tres periodos presidenciales desde el 2007, el régimen ha consumado el desmantelamiento del aparato institucional y someterlo a sus pretensiones.
“Vamos por un partido único”, sentencia el delfín del dictador.
La iglesia no es inmune a este desvarío.
Tras los sucesos de 2018, la dictadura logró que el Vaticano forzara la salida del más prominente y crítico prelado, monseñor Silvio José Báez, exilado hoy en Miami.
“Acato la orden del Papa”, se limitó Báez a justificar su abrupto exilio en 2019.
También forzó la expulsión del Nuncio Apostólico, Mons. Waldemar Stanislaw Sommertag, quien dejó el país, atropelladamente, el 6 de marzo pasado.
Con una Conferencia Episcopal local, sumisa, dividida, con un cardenal ausente, la voz de monseñor Álvarez se irguió, entonces, desde Matagalpa y Estelí, en la más firme y crítica figura en contra del régimen.
De ahí la violenta reacción al sitiar durante 15 días, con comandos y tropas antimotines, la diócesis, y asaltarla, en un acto cobarde y profano, y en montar acusaciones en las cortes sandinistas como las fabricadas contra los casi 200 presos políticos bajo tortura en El Nuevo Chipote.
Probablemente sea ese el destino (o el destierro) lo que le aguarde a monseñor Álvarez, a los sacerdotes y laicos capturados a su lado.
Por eso la reacción del papa Francisco defraudó.