Ovidio Muñoz Corrales, periodista
El Corrales que llevo de apellido entró a Alajuelita tranquilamente, es decir, en carreta, el 15 de enero de un año cuyos números jamás he podido precisar.
Así lo contaba mi madre, que guardó fresco en su memoria un momento sobresaliente de la mudanza familiar desde las orillas de Los Anonos hacia San Felipe.
Decía, como si lo viviera todo de nuevo, que la carreta mansa avanzaba sin prisa cuando comenzó a reventar a lo lejos, frente a la iglesia del centro, la del Cristo Negro de Esquipulas, el estruendo aparentemente interminable del cordel.
El cordel era una sucesión de bombetas de turno que, colocadas en el suelo, rodeaban el cuadrante frente al templo. Las hacían estallar mientras la imagen del santo iba en procesión, quizás ya entre la música alborotada de una cimarrona.
El detalle del cordel permite pensar que era temprano, digamos las diez o las diez y media, porque la procesión ha sido históricamente la culminación de una misa mañanera.
Me gusta imaginar que el día era azul y muy fresco y que mi madre, entonces una niña, iba contenta hacia una aventura grande que la convirtió años después en la novia guapa del guapo Billo Muñoz Benavides.
Los Corrales se instalaron en la casa de bahareque que sigue en pie, pero ya sin el patio empedrado cuyo descubrimiento me asombró en la infancia.
Espero con muchas ganas la fabricación de una máquina del tiempo que me permita ir a aquella mañana de cambio y fiesta para presenciar la alegría de los Corrales Ramírez mientras dejaban atrás el pasado y se metían, optimistas, en el aire nuevo de otro pueblo.
Llevaré una cámara, lo prometo.