Especial PuroPeriodismo/Jen Webb, El Nuevo Herald, Miami
Milan Kundera, notable novelista, ensayista, poeta, filósofo y crítico político, ha muerto a los 94 años. Parece que sucede demasiado pronto, quizá porque en todo lo que escribió abrió nuevas formas de pensar, escribir y leer. Con su presencia, el mundo parecía sintonizar una frecuencia superior.
Kundera nació el 1 de abril de 1929. Desde el principio, estuvo expuesto e inmerso al absurdo de la cultura humana. Creció en la Checoslovaquia ocupada por los nazis y luego vivió bajo el régimen estalinista, donde fue miembro activo del Partido Comunista.
Llevo décadas leyéndole, citándole y enseñando a partir de sus escritos, desde que me topé con su obra en 1988. Yo vivía entonces en una aislada granja de ovejas en el interior de Australia occidental, un mundo de desoladora belleza.
Alguien que visitaba la propiedad me insistió para que leyese un ejemplar de El libro de la risa y el olvido, y quedé cautivada. Esta, la tercera novela de Kundera, reafirmaba mi propia ansiedad por la ausencia de una verdad estable, y mi incapacidad para resistir el anhelo de pertenecer, incluso a la sociedad más dañada.
En una parte de la novela, un grupo de fieles comunistas bailan en círculo, se elevan en el aire y sobrevuelan la ciudad. Ríen como ángeles mientras, debajo de ellos, los verdugos matan a los presos políticos. Dice el narrador de esta sección, que necesariamente no puede formar parte de ese grupo:
“Me di cuenta con angustia en el corazón de que ellos volaban como pájaros y yo caía como una piedra, de que ellos tenían alas y yo nunca las tendría”.
Interrogando al totalitarismo con humor
Kundera conocía la opresión y la inhumanidad. Su primera colección de poesía (no muy buena), El hombre, un amplio jardín (1953), publicada cuando sólo tenía 24 años, era soviética en tono y contenido.
Pero tras su primera novela, La broma, escrita en 1967, y La vida está en otra parte, escrita en 1969 y publicada en 1973, ambas rebosantes de sátira política, fue expulsado del Partido Comunista y posteriormente huyó al exilio.
En el que quizá sea su libro más conocido, La insoportable levedad del ser(1984) continúa su interrogatorio sobre la política totalitaria, explorando la Primavera de Praga y la brutalidad del control soviético de Checoslovaquia.
El tema es profundamente serio. Pero en cada novela, Kundera ofrece algo de humor, a menudo amargo pero capaz de suavizar el contenido, por lo demás sombrío y densamente relatado.
En La insoportable levedad…, por ejemplo, el narrador habla de la doctrina de la eterna recurrencia de Nietszche: la posibilidad de que vivamos la misma vida una y otra vez. Pero también desarrolla una narrativa erótica que parece sugerir que el sexo desenfadado puede permitirnos vivir plenamente el momento. Podemos cambiar el peso de la eterna recurrencia por la ligereza de estar vivos, aquí y ahora.
Peso y ligereza, risa y olvido, repetición y cambio, política y sexo: sus cuatro primeras novelas incorporan tales dualidades. Quizá esta capacidad de mantener pensamientos contradictorios pueda entenderse en algo que le dijo a Philip Roth:
El totalitarismo no es sólo el infierno, sino también el sueño del paraíso, el viejo drama de un mundo en el que todos vivirían en armonía.
Autor en el exilio
Por supuesto, su sueño del paraíso no se hizo realidad. En 1975 abandonó su hogar para exiliarse en Francia, y continuó escribiendo obras de ficción que en su mayoría seguían la estructura característica que desarrolló por primera vez en La broma: novelas divididas en varias partes y con varias voces, en las que el narrador interpola críticas, comentarios y afirmaciones filosóficas en el texto.
Esto da lugar a una historia inquieta, que va y viene de un lugar a otro, de una época a otra y de un contexto a otro. Los personajes aparecen y desaparecen. Apenas se reconoce la lógica del principio, el medio y el final. Y los temas que se manifiestan tan a menudo en la ficción –la búsqueda de uno mismo, la narración de una historia, el logro de una resolución– se dejan de lado.
El centro de las novelas de Kundera es su lucha con las cuestiones del conocimiento, la complejidad del ser y una incertidumbre constante. Puede ser un estilo inquietante: una perturbación, más que un simple placer o una experiencia estética. Una mujer del siglo XXI, además, puede percibir en su tono y estilo al narrar las escenas de sexo –y la representación de las mujeres en general– una masculinidad anticuada.
Vacilo entre sentirme ofendida por lo que parece misoginia, y leerlo como una crítica mordaz de la misoginia. No estoy sola en esto.
Las cosas no son tan sencillas como cree
Donde sigo a Kundera sin complicaciones no es en sus novelas, sino en sus ensayos. Aquí, su profunda comprensión de los antecedentes de lo que hoy conocemos como novela, o de las largas tradiciones y cambios que caracterizan la práctica artística, iluminan genuinamente el campo.
En El arte de la novela (1986), esboza cómo los novelistas desentrañaron diversas dimensiones de la existencia. Comienza con Miguel de Cervantes y recorre listas de escritores hasta llegar a sus compatriotas checos Franz Kafka y Jaroslav Hasek, quienes, según él, demuestran que uno de los puntos fuertes de la ficción es que tolera la incertidumbre de un modo que la política y la religión no pueden. Para Kundera, lo que la ficción hace tan bien es decirle al lector: “Las cosas no son tan sencillas como cree”.
Según él, la novela es un objeto tecnológico que permite nuevas formas de ver y de dar sentido. Y esta visión y este significado están integrados en su contexto. En El telón: ensayo en siete partes (2006) señala lo que la ficción puede hacer que las formas anteriores no podían:
Homero nunca se preguntó si, después de tantas batallas cuerpo a cuerpo, Aquiles o Áyax conservaban todos sus dientes. Pero para Don Quijote y Sancho los dientes son una preocupación perpetua: dientes que duelen, dientes que faltan.
Kundera señala que escritores como Cervantes, Henry Fielding (autor de Tom Jones) y Laurence Sterne (autor de Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy) presentan las pequeñas cosas de la vida cotidiana e iluminan el significado y la importancia que tienen para nosotros.
Pero, se apresura a observar, los novelistas contemporáneos no pueden ni deben escribir como aquellos gigantes: más bien, escribir es una cuestión de continuidad (en términos de forma, voz y estilo en un periodo concreto) y discontinuidad (encontrar algo nuevo).
También en estos ensayos ofrece lecciones sobre cómo escribir. Cómo manejar la voz, la perspectiva, la temporalidad. Cómo divertirse con el lenguaje y la forma, y dejar volar la imaginación. Y cómo lidiar con el pensamiento y el concepto, la materialidad y la política.
Contador de verdades incómodas
Un escritor de tanta seriedad y brillantez técnica debería haber ganado el Premio Nobel de Literatura en algún momento de su larga vida. Después de todo, ganó otros premios, entre ellos el de Jerusalén en 1985 y el Herder en 2000.
Tal vez fuera su estilo de escritura lo que hizo que el comité del Nobel le considerase en varias ocasiones, pero nunca le concediera el premio.
Después de la última novela que escribió en checo, La inmortalidad (1991), sobre relaciones sexuales y personales, escribió cuatro novelas más que suscitaron menos atención, menos recepción crítica. Así, en La lentitud (1995), La identidad(1999), La ignorancia (2000) y, por último, La fiesta de la insignificancia (2014), se puede ver cómo su estrella empieza a apagarse.
Esto no se debe a que sean “peores”. El periodista Robin Ashenden sugiere que “se había convertido en un narrador de verdades inconvenientes para la era moderna”, y quizá hubiese algo de cierto en ello.
Kundera es terriblemente directo, muy contundente. Y rechaza los consuelos del sentimentalismo en favor de lo que él describe como la moral del conocimiento: el imperativo de ver y decir lo que los escritores anteriores no vieron o no pudieron ver, o decir, y de construir nuevas formas de entender el mundo.
Jen Webb, Dean, Graduate Research, University of Canberra
Fuente: El Nuevo Herald, Miami