Héctor de Mauleón, El Universal, Ciudad de México/Foto Milenio
Se acabó. Es el Apocalipsis de una ciudad. No se está preparado para encontrar imágenes como estas. Kilómetros de ruinas, escombros, autos volteados, postes caídos, árboles derrumbados, casas sin techo, edificios sin puertas, construcciones con todos los cristales rotos, tiendas y negocios con las cortinas metálicas despedazadas, cables eléctricos que forman espantosas telarañas sobre lo que un día fue el puerto de Acapulco.
Ir de la caseta de entrada a la glorieta de la Diana llega a tomar cuatro horas: una odisea, un calvario entre el calor asfixiante y el hervidero de autos detenidos.
Desde ahí se comienza a mostrar el horror de Acapulco: un paisaje donde se amontonan, junto al desastre, la piel de la miseria y caravanas de gente que arrastra, carga, lleva en carretillas y “diablitos” los objetos que acaba de saquear.
Todo es tan irreal que parece un sueño. Durante esas horas no dejan de pasar cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos con cajas de chiles, de papas, de servilletas, de papel de baño, de refrescos, de cervezas, de cigarros, de todo lo que pueden cargar.
Un desfile de garrafones, llantas, refrigeradores, baterías de auto, cajas registradoras, televisores, aparatos de sonido.
En Acapulco vino primero la devastación del huracán. Ahora está en marcha la de la rapiña. “Se llevaron hasta la silla del mostrador”, dice un hombre frente a una miscelánea completamente saqueada.
PuroPeriodismo/El Universal, Ciudad de México