Edgar Fonseca, editor
Lo recuerdo como si hubiese sido ayer… hace apenas 40 años.
Recuerdo aquella llamada la tarde-noche del martes 29 de mayo de 1984 por parte del encargado de prensa del grupo guerrillero ARDE en San José.
El comandante Edén Pastora, alzado en armas contra Daniel Ortega –aún hoy en el poder– convocaba a conferencia de prensa para el jueves 31.
Debíamos movilizarnos hacia la frontera norte a la brevedad.
Y lo hicimos a la mañana siguiente. Primero a Ciudad Quesada, luego a Boca Tapada y de ahí, la tarde de aquel miércoles 30 de mayo, en botes hacia la desembocadura del río San Carlos al San Juan, para proseguir hasta el sitio La Penca, en territorio fronterizo nicaragüense, donde Pastora nos aguardaba en un destartalado rancho que le servía de base y refugio.
Navegamos por aguas sucias, oscuras, turbulentas, bajo torrenciales lluvias. Quizá un presagio de lo que sobrevendría.
Navegamos, incautos, sin darnos cuenta que, en uno de los botes, nos acompañaba el terrorista que, horas más tarde, haría detonar una poderosa bomba casera en medio de la intempestiva conferencia de prensa a la que llamó Pastora cuando se suponía que lo haría hasta el día siguiente.
Así ocurrió aquella tragedia impensable, con sus siete muertos y decenas de heridos y lesionados, que hoy, 40 años más tarde, se hunde en la penumbra y las brumas de la impunidad judicial.
Las versiones más fidedignas apuntan a que la brutal acción fue un montaje del Ministerio del Interior a cargo de Tomás Borge y de la red de inteligencia cubana que operaba en Managua.
Pero los hechores sospechosos están idos, muertos todos. Nunca fueron llamados a dar cuentas.
Con evidencias carcomidas por el paso del tiempo, sin autores intelectuales o materiales, tras los cuales actuar, cuatro décadas más tarde el caso se nubla de impunidad a pesar que la Fiscalía lo mantiene abierto al calificarlo de lesa humanidad.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos suma casi 20 años sin elevar o descartar el hecho ante la Corte Interamericana CIDH.
Las ingentes gestiones del Colegio de Periodistas y Profesionales en Comunicación caen una y otra vez en saco roto.
Se trató del primer atentado terrorista en el mundo contra una conferencia de prensa.
No solo hubo una violación flagrante a un derecho fundamental como el de la vida, con las muertes y graves heridos, sino se atentó contra el ejercicio pleno e irrestricto de la libertad de información.
El atentado, producto de las rencillas político-militares del vecino país, cobró una víctima colateral esencial a la vida democrática.
Convirtió al periodismo en un oficio peligro.
Hoy lo es por las agresiones abanicadas desde las cúpulas del poder.
Cuarenta años más tarde, las lecciones de La Penca no parecen calar en quienes tienen a su cargo hacer justicia para no permitir que un abominable acto como aquel perezca por impunidad o se vuelva a repetir.