Edgar Fonseca, editor
Sin visión.
Sin norte.
Sin rumbo.
Sin programa, ni partido.
Esta administración cruzó el umbral de su segundo año sumida en la cadena de ocurrencias de la que ha sido pródiga a falta de obra por legar.
El referéndum propuesto por la Presidencia es parte de ese contexto de insensatez en la conducción de la cosa pública como lo ha palpado el país.
Es la última tabla, la única que le queda al mandatario dentro del marco institucional, en su afán de mantener a flote sus efímeros réditos politiqueros.
La propuesta, aupada como un abierto desafío al Congreso, finalmente vio la luz en el escenario de la comparsa callejera que hoy domina el quehacer gubernamental.
No llevaba los polémicos planes de vender el Banco de Costa Rica ni las jornadas laborales 4/3, cuya importancia de discusión y de definición nadie discute.
Tampoco incluía la apertura del mercado eléctrico mientras el país corre el peligro de caer al abismo de los racionamientos y de los desabastecimientos energéticos como nunca antes.
En ninguno de esos planes el Ejecutivo hubiese hallado respaldo ni consenso político. Ni, mucho menos, en las urnas.
La iniciativa habría estado destinada al muro de la infamia política.
Apuntó entonces a lo que la Contralora General de la República califica, sabiamente, como un particular objetivo por desmantelar un ente clave en el control de instituciones, jerarcas y recursos. Esencial en la transparencia de la función pública.
La intención es aviesa.
Muy a tono con esa estrategia que ha mantenido esta administración de deslegitimar el aparato institucional, llámese legislativo, judicial o contralor.
Un perverso punto de partida.
La opinión pública, sus principales actores políticos, institucionales, deben estar atentos para no caer en la trampa que envuelve este referéndum, solapado tras sus hojas como los tamales de fin de año.