Oscar Arias Sánchez, expresidente de la República, Premio Nobel de la Paz
Presentación del libro “Páginas de mi memoria”, 7 agosto 2024
Amigas y amigos: Ser gobernante de un país es una responsabilidad extraordinaria. La mayor parte del tiempo uno pasa preguntándose ¿en qué momento me metí en esto? Luego llegan días en que podemos entregar una obra terminada. Y entonces uno se dice: sí, valió la pena. Sí, valió la pena dedicar la mayor parte de mi vida a la política. Sí, valió la pena perseguir mis ideales. Sí, valió la pena haber sido el presidente de este maravilloso país y haberle servido con toda el alma.
A lo largo de mi carrera política puse mis conocimientos y experiencia al servicio de mi gente. Le entregué a mi pueblo los mejores años de mi vida, y los costarricenses me dieron a cambio más de lo que merezco y más de lo que pedía. Me ofrecieron su confianza y me externaron su cariño.
La política es un lenguaje, uno de los más nobles jamás creados por el ser humano. Existe un “abecedario” político. Es el deber de todo ciudadano responsable aprender a usarlo, y es también el deber de todo político honesto servirse de él con un máximo de pulcritud y de pedagogismo. Hacer política es, siempre, enseñar. El político, para ser decente, debe también ser docente. Debe comprender, además, que con los derechos vienen siempre las responsabilidades. Un sistema político sin control deja de ser democrático. En una democracia el poder solo es legítimo si es limitado. Pero el control es poder y debe ser, a su vez, supervisado.
La política y la ética van de la mano. Siempre he creído que el poder político no puede usarse para favorecer al amigo, y menos aún, para hacerle daño al adversario. El desprecio por el honor ajeno no es signo de honorabilidad propia. La honestidad es una virtud y en la función pública es, además, una obligación. Quien no se sienta comprometido con las causas más apremiantes que nuestro mundo reclama, y no tenga vocación de servicio, puede dedicarse a cualquier cosa, excepto a la actividad pública.
La política ha sido siempre un oficio que ejercen seres imperfectos con recursos limitados. No es, ni ha sido nunca, el quehacer de héroes o profetas. No la ejercen seres omniscientes, como oráculos. No la ejercen seres indestructibles, como titanes. No la ejercen seres sublimes, como dioses. La ejercen aquellos que buscan y aceptan la responsabilidad de liderar. Me reconforta saber que no era un ángel aquel que tuvo el coraje de liberar a su pueblo con la resistencia pacífica y la no violencia. No era un semidiós aquel que declaró que todos los hombres son libres sin importar el color de su piel. No fuimos superhombres quienes en 1987 buscamos alcanzar un acuerdo que pusiera fin a los conflictos que enfrentaban a hermanos con hermanos, y cubrían los países centroamericanos con una oscura nube de muerte.
Mis años dedicados a la política no pasaron en vano, no se escribieron en la arena sino en la piedra maciza. Espero que mi vida no se ajuste a la célebre reflexión de Shakespeare: “los defectos de los hombres son grabados en el bronce; sus virtudes son escritas en el agua.”
Costa Rica ha sido generosa al reconocer mis aciertos y mis buenas decisiones. Nada de eso será arrastrado por el agua. Es cierto que el tiempo es el juez más implacable de todos y sus sentencias son, probablemente, las más neutrales, desapasionadas y veraces. La historia, llegado el momento, juzgará todos los actos de mi vida política y los evaluará sin ningún interés. Por eso no le temo a ese momento, porque sé que cuando llegue, seré juzgado por las acciones que impulsé y la intención con que serví a mi país; seré juzgado por las políticas que adopté y los logros que a partir de ellas obtuvo Costa Rica.
La vida es una comarca extensa y generosa para quien se atreve a recorrerla. Uno nace en un punto del tiempo y ese punto es su morada. A partir de ese momento debe tomar la decisión trascendental de echarse a andar o permanecer inmóvil; de explorar los horizontes que se esconden más allá de las montañas o quedarse eternamente entre las murallas de su terruño. Yo me atreví a cazar cometas y defender lo que consideré mejor para mi país. Nunca les mentí a los costarricenses.
A lo largo de mi carrera política siempre me propuse sembrar ideas nuevas, porque no hay nada en el mundo más poderoso que las ideas. Ejércitos han marchado contra ellas; regímenes represivos han infundido terror para extinguirlas; muros han sido levantados para alejarlas de los pueblos. Ni las armas, ni las proclamas, ni los pactos, ni las sanciones, pueden contra el eco que resuena en muchos corazones. Llegado el momento, nadie puede detener a un fruto maduro, listo para caer del árbol del pensamiento.
Yo escogí ser un viajero en esta vida y al final de mi carrera política, y desde los farallones del tiempo puedo decir que soy un viajero profundamente satisfecho. Mis días han estado cargados de aciertos y errores; de fortalezas y debilidades; de carencias y plenitudes; de luces y sombras, como le ocurre a cualquier ser humano.
La vida ha sido generosa conmigo y en medio de las tormentas y los azahares resplandece siempre la luz del agradecimiento, y “el agradecimiento es la memoria del corazón” —nos dijo el filósofo chino Lao-Tse—. Mi memoria está poblada hasta el último resquicio de remembranzas gratas, pero también he recibido críticas. A aquellos que me han criticado les ofrezco mi profunda gratitud porque en vez de debilitarme me fortalecieron y robustecieron espiritualmente.
Fui venturoso porque el pueblo me dio la oportunidad de gobernar mi país dos veces sin tener la obligación de agradecerle a nadie más que al mismo pueblo. No claudiqué cuando se trataba de defender lo que creía que era lo mejor para Costa Rica. Sostuve mis ideales como un estandarte hasta el final y fui un político verdaderamente libre.
En mi larga cruzada política nunca bajé los brazos. La vida me enseñó que no hay valentía en la evasión, sino en la superación; que no hay mérito en la suerte de no topar con problemas, sino en la voluntad de enfrentarlos, de buscarles solución y tomar decisiones. La esencia del líder político, como bien supo Max Weber, es tomar partido. Adoptar una postura. Tener una opinión y defenderla. Durante todos los años en los que Dios me permitió servirle a mi patria nunca me aparté del consejo que el Quijote le dio a Sancho Panza: “¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”
Desde la presidencia de la República tuve el honor de conocer, verdaderamente conocer, la tierra en donde nací. Vi a Costa Rica sin velos y es más hermosa de lo que jamás podré describir. Cuando uno deja la presidencia de la República y empaca lentamente cada una de sus pertenencias, también empaca jirones del corazón. Nadie alcanza a decirle adiós a su pueblo sin hacer un embalaje de recuerdos y nostalgias, sin guardar, en algún resquicio del alma, la memoria de todo lo que lo hizo feliz.
Fardo y bendición es la memoria para los miembros de la especie humana. Tener memoria es padecer mil veces el dolor, las ausencias, las tristezas, la nostalgia… Tener memoria es reincidir mil veces en las alegrías y las victorias. Tener memoria es, en suma, recibir constantemente la sorpresa de saber que el tiempo puede ser, a la vez, lejanía y proximidad, olvido y remembranza.
Ocurren, en efecto, acontecimientos que conforme el tiempo pasa se consolidan en nuestro recuerdo con gran intensidad. En mi caso, año tras año desde 1987 los primeros días de agosto traen a mi memoria la firma del Plan de Paz para Centroamérica. Y este año particularmente recuerdo que la noche del 5 de agosto, antes de partir para Guatemala, me encerré un ratito en mi oficina e hice una plegaria al Altísimo para pedirle que cobijara mi espíritu con paz, con fe y con esperanza. Le dije al Altísimo que llevo sobre mis hombros el peso del destino de millones de centroamericanos, que hacía unos meses solo se hablaba de la guerra en la región, que íbamos a hablar de paz en torno a una propuesta de Costa Rica, que esta era la mayor ofrenda que podía presentarle a Dios y también la oración más intensa que podía elevarle.
Al terminar mis mandatos presidenciales empaqué mis recuerdos y nostalgias. Envolví entre papeles y cajas las emociones, y en un rincón del espíritu las guardé bajo llave. Guardé la imagen de los niños agitando banderas a la vera del camino. Guardé el sonido de las sonrisas y las palabras de afecto de las madres. Guardé las bendiciones de los ancianos y el abrazo de los jóvenes. Guardé el aroma del café que me hicieron en cientos de casas humildes, de las flores que me dieron en las giras, del aire fresco que respiré en los bosques y en los volcanes, en las playas y en los pueblos más lejanos. Al escribir este libro me tocó abrir de nuevo los cofres del recuerdo y desempacar poco a poco esa parte de mi corazón que había confinado al desván de mi conciencia.
Ciertamente no es fácil revivir los recuerdos cuando han pasado tantos años y tantos eventos. Pero, aunque no sea fácil, es hermoso recorrer de nuevo los primeros senderos del alma. Es hermoso abrir las ventanas del corazón para que entre la luz hasta las esquinas del olvido y el tiempo. Hoy abro de nuevo las cajas del recuerdo y desempaco lentamente esa parte de mi corazón, habitante de los más recónditos rincones del pasado.
Así como no hay manera de conocer las raíces de un árbol cuando se le pasa de lejos, no es posible vislumbrar el carácter de un hombre tan solo con estudiar su rostro. Se pueden conocer las raíces de un hombre con la paciencia del excavador, con la perseverancia de quien poco a poco va perforando la superficie, recorriendo capa a capa hasta llegar al último estrato, a la última esquina de la vida o del pensamiento.
Eso es lo que he hecho con este libro: he excavado con paciencia en lo más profundo de mis recuerdos, he hecho surgir los parajes más recónditos de mi carácter, he puesto en palabras lo que he vivido a través de los años. Algunos dirán que las palabras son solo palabras, apenas hojas que se lleva el viento. Pero yo les digo que cuando vienen del corazón, cuando son el producto de la reflexión, cuando son el reflejo de quien quiere contar su historia, esas palabras son acciones, son hechos que adquieren vida a través del tiempo.
Porque, aunque un hombre no es un evento particular, cada evento revela su carácter. En este libro se lee mi carácter. Cada una de sus páginas es también mi fisonomía, el rostro de mi pensamiento y mis acciones dibujado en letras y símbolos. Aquí se encuentran las causas a las que he consagrado mi vida: el desarrollo sostenible, la justicia, la democracia, la libertad, la solidaridad, la honestidad, la generosidad, la igualdad de género y el combate contra la miseria material y espiritual del ser humano, la lucha por la reducción de las armas, la desmilitarización y, sobre todo, la defensa apasionada de la paz, que ha sido el faro ético de mi marcha en este mundo.
Martin Luther King Jr. nos dijo en una oportunidad: “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, no habré vivido en vano.” Creo que si estas páginas pueden ayudar a algún joven, a alguna madre, a algún anciano a entender una esquina de su realidad, a abonar un fragmento de su esperanza, entonces no habré vivido en vano y este libro tiene un sentido profundo: significa que la comunicación política es mucho más que la persecución de objetivos inmediatos en tal o cual agenda partidista, que la comunicación política es, en el sentido más noble de la expresión, una conversación abierta y responsable con la gente.
El Premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela, en su Viaje a la Alcarria, dijo alguna vez que “La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir.” Cuando concebí este libro no pretendí jamás escribir con la elegancia de los escritores, pero sabía bien que también yo, como político y educador, tenía la responsabilidad y la obligación de presentar mi propia acta notarial y ser cronista de mi tiempo.
Dice un proverbio hindú: “un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora.” A todos los que han hecho de los libros su patria espiritual, a todos los jóvenes y adultos que no han renunciado a soñar, les presento Páginas de mi memoria con el más ferviente deseo que este libro abierto y no cerrado, ni olvidado, ni destruido, pueda ser fuente de inspiración y de estímulo intelectual.
Amigas y amigos:
Ocasionalmente miro hacia abajo y veo la tierra pródiga que a todos nos ofrecerá abrigo y se convertirá en asilo postrero de nuestros cuerpos. Es parte de la condición humana. Pero con mucha mayor frecuencia suelo contemplar el firmamento de la noche constelada. Siempre he amado las estrellas. Nunca pensé, como el insensato banquero de El Principito, en poseerlas a todas. Este nunca fue mi anhelo. Pero sí hay una cosa que persisto en intentar: robarme un haz de su luz para regalársela al mundo. Y para mí no hay estrella más bella ni más luminosa que la paz. Es ella la que ha guiado gran parte de mis pasos por el mundo: mi personal y hermosa locura.
Mi más grande ambición, mi más ardiente deseo ha sido arrebatarle a esa estrella de la paz un haz de luz y derramarlo sobre nuestro pueblo y la humanidad entera. ¿Lo he logrado? La historia lo dirá. Tengo la absoluta certeza de haber hecho todo cuanto era posible para colmar los surcos labrantíos de la tierra con la dulce simiente de la paz. Es un árbol alto y frondoso, de muy lenta floración. He vivido lo suficiente para ver brotar algunas de sus más coloridas yemas y capullos. Por ello doy gracias a Dios, a la vida, a mi país y a todos aquellos seres que, próximos a mi corazón, le han dado fragancia y sentido a mi existencia. He sido bendecido con el amor de muchas personas ―de mi familia en primerísimo lugar―. No tengo nada que reprocharle a nadie, de mi alma no brota otra cosa que un “gracias” alto y vibrante como una plegaria.